Tanzer era un hombre solitario, de pocas palabras, de pocas acciones,
que se dejaba arrastrar por la corriente de sus prójimos.
Había decidido quitarse de en
medio.
Fue
a la cocina a por un cuchillo. Pensó que cortarse las venas, de forma bestial,
sería lo mejor. Sentiría su propia brutalidad y, en los primeros momentos de su
muerte, saborearía, por primera vez, momentos de vida, la que se le iría
escapando.
Cuando
se disponía a darse un tajo en la muñeca izquierda, llamaron a la puerta. Y la
abrió. Y ella estaba allí.
Cuan
ridículo se sentía atendiendo a la desconocida con una hoja de acero de veinte
centímetros en la mano.
Yanil
se mostró sorprendida por los ojos vidriosos de su interlocutor. Pensaba que se
había equivocado de dirección. Y así era. Providencial fue su llegada,
providencial fue su aparición ante la muerte.
-¿En
qué puedo ayudarle?- dijo Tanzer, con una lágrima surcando su pálida fisonomía.
-¿Es
usted el señor Ivan Ze?
La
invitó a pasar a su acogedora casa. Y cambió el cuchillo por un recogeterrones
cuando puso el azúcar en sus cafés. Intercambiaron impresiones vitales como si
se conocieran de siempre. Y olvidó lo que minutos antes había rondado por su
martirizada mente.
-Amor mío- le dijo ella a él-. Esto es un milagro. ¿Por qué he tardado
tanto en encontrarte?
-Amor mío- le dijo él a ella-. ¿Por qué he tardado tanto en buscarte?