Vistas de página en total

miércoles, 21 de agosto de 2013

Tengo el placer de presentar a Claudia Patricia Arbeláez Henao

   Lo que voy a difundir  través de mi blog es la admiración por esta escritora. 
   Una gran artista que logra, con sus palabras, transmitir el sabor de nuestros recuerdos, el saborear la sangre de nuestros propios corazones, cuando riega la totalidad de nuestras células corporales, antes de que se transforme en luz para albricia de nuestros espíritus. 
   Y es sólo una muestra. Una muestra que abre el hambre, el literario. 
   

DE LA INFANCIA Y OTROS SABORES

(Extracto)

   Las casas de mi infancia guardan un olor especial. Es difícil recordar cada uno, pero en un intento por revivir mi niñez, llega el hervor de las legumbres expandiéndose por todo el lugar y desde luego el olor de la avena caliente con canela.
    Tuve varias casas, la primera era grande, con misteriosos zaguanes y pasadizos, las puertas eran grises y anchas y llevaban candados. Había un cuarto muy pequeño donde se guardaban cosas viejas, olía a trementina, cuero, naftalina y a veces a madera húmeda. Para mi edad, era un cuarto lúgubre por eso de los recuerdos amontonados y las cosas viejas, también un cuarto fantasma.
   En el sótano reposaban viejos libros amarillentos y llenos de polvo, redenciones, una escalera y el cajón donde se molían las mazorcas. Era oscuro y aunque prendiéramos la luz, se veía opaco y tenebroso. Después de la puerta quedaba el solar: Pues bien, este era otro cuarto fantasma; allí olía a tiempo y a muerte.
   Aún recuerdo un cuarto que nunca se abría, era como si hubiera un tesoro oculto, siempre quise saber qué contenía, sólo los adultos entraban allí, con el paso del tiempo yo lo pude hacer; primero miraba por las hendijas de la puerta pero nunca pude ver nada. Finalmente descubrí unos muebles grandes, tal vez de épocas remotas, un tapete cobijando la fría baldosa y unos cuadros cuyas imágenes no recuerdo, tal vez eran Crísticas como aún suele suceder. Aquel cuarto olía a soledad y a encierro.
   La vieja historia cuenta que allí vivió un prócer de la independencia, en la puerta aún se conserva la placa que da fe de su nacimiento, no pretendo ahondar en este pasado desconocido aunque me llena de orgullo saber que aquí sucedió algo realmente importante para la historia de mi pequeña y gran patria y siempre que tengo la oportunidad hablo de esto, de la que fue mi casa cuando ya para otro había sido su cuna y ahora que lo pienso hay muchas razones que explican la magia de sus ventanas, puertas y paredes.
   La cocina era maravillosa, de forma rectangular y con una ventanita que daba al solar donde la abuela tenía sus animales y aves de corral y otra cocina con un oscuro fogón de leña, donde después, jugábamos. Esta cocina era negra, poblada por el carbón y el humo, allí reposaba la madera y unos cuantos objetos que utilizaba el abuelo; canecas de leche y platos viejos. Ese lugar, sí que huele a infancia. Allí se reanudaban los sueños amparados por la espera de un futuro, comíamos y jugábamos a ser grandes, mientras la abuela envasaba la leche con un embudo mágico.
   En el patio trasero había un tanque donde a veces me bañaba. Desde allí se podían mirar a los otros huertos, otras casas y patios. La escuela también se veía a lo lejos, desde allí me miraba mi mamá en las mañanas hasta verme entrar por la única puerta, aquella por donde entraban los sueños. Todavía conservo una foto, sentada en el escritorio de la maestra posando para la posteridad, para el recuerdo o tal vez, para el olvido.
   Bien, digo que fue mi primera casa, pero mi madre me habla de otra, la que ahora juega a tocarse con la que hoy de adulta habito. Tal vez estaba muy pequeña para recordarlo, pero allí pasé las primeras noches, cuando ella en medio de la temible oscuridad esperaba la llegada de mi padre después de un día de arduo trabajo. Después hablaré de ella, todavía tengo la fortuna de visitarla y mirar el patio desde mi ventana.
   En la casa del prócer olía a flores frescas, a chocolate caliente, el agua era helada y desde la ventanita se veía el cementerio. Después de tanto tiempo quisiera regresar, sentarme en el patio, encerrarme temprano a dormir y caminar por aquellos corredores que me vieron crecer. Pero ha pasado tanto tiempo, creo que sus paredes ya se olvidaron de mis manos, sin embargo aún la siento como si fuera ayer.                  
   Todavía vive la imagen de los abuelos, la que sólo morirá cuando muera quien me recuerde, quien me conozca sabrá que mis abuelos permanecen en mi memoria siempre, en todo lugar. 
   El segundo piso de la casa era entablado, la madera relucía y olía a jabón. La abuela se arrodillaba y lavaba. Era como otra casa, la sala permanecía abierta y la cocina era más amplia y en ella grandes baúles donde guardaba las semillas y los granos. Una vez, en ese lugar el abuelo me sentó sobre sus piernas y jugó conmigo a ser un pequeño animalito, ofreciéndome pequeños pellizcos. Hablábamos mucho y creo que a veces dormíamos juntos. Yo estaba con él cuando enfermó por primera vez, cuando ya se asomaba su vejez. En este piso no había cuartos fantasmas. 
   Aquella casa entonces o ese segundo piso olía a nuevo, no tenía pasadizos, sólo unas escaleras que llevaban al infinito. Unos días arriba y otros abajo, en fin.

(Copyright: Claudia Patricia Arbeláez Henao) 

Este extracto forma parte de una obra titulada VECINDARIOS, obra inacabada, según palabras de la propia autora: 
Nota de agosto 11 de 2013.
Esta historia nunca llegará a su fin, no por lo menos en este plano.
Sigo escribiendo esperando hasta el día en que mis dedos puedan danzar sobre el papel, todavía llevo mi cuaderno de notas en mi morral para no olvidar lo que quiero atrapar, ya no confío plenamente en mi memoria, no se le puede dar gratuidad a los años, prefiero confiar en el viejo cuaderno.
Agradecimientos a quienes habitan la palabra y se dejan habitar por ella.

Claudia Patricia Arbeláez Henao.

viernes, 16 de agosto de 2013

Lapiceros de grafito, estilográficas y bolígrafos de punta redonda




   Lo había probado todo. Seguía inmerso en ese mar de dudas que te traga una vez y que por sus innumerables remolinos no te deja salir a la superficie. Dicen, que si te dejas llevar por ellos, sin gastar tus fuerzas  para sobrevivir, te arrastran por su sifón, y si tienes paciencia y control suficiente sobre tus reacciones mentales, puedes volver a respirar, porque emerges en otro punto de ese mar, a poca distancia del que te ha engullido. Y eso hice con mi destino: Dejé  que me llevara a donde, desde un principio, tenía mi puerto asignado, sin forzarlo hacia algo que yo anhelara  pero que fuera imposible de ser.
   Y me hice autor. De muchas cosas.
   Autor de mis días sin dejar que otros me manejaran, tanto personas como artificios. Y si necesitaba que mi mente volara, la dejaba hacer, y escribía lo que en eso vuelos, al principio rasantes, veía. Y cuando fui cogiendo altura y decidí estudiar todos los modos que existen de expresar bellamente lo que permites soltar al exterior para que otros, sin influirte, compartan contigo, fui escribiendo en papeles inmaculados. Intenté que el sacrilegio no fuera demasiado irreverente, y que mis palabras fueran el perdón de mi acto: Las hojas fueron páginas, y las páginas llegaron a ser libros.
   Escribía como un poseso, y las drogas artificiales, y los amores insulsos, fueron sustituidos con éxito por este estimulante natural que en todo hombre opera y que es el deseo de crear. Sí, creaba, y me sentía dichoso de empezar a pegarme a mi propia obra.

   Escribía para mí mismo, con la imagen en la cabeza de otros hombres leyendo mis palabras. Pero me decía a mí mismo que aún no era el momento. Que debería seguir gastando bolígrafos y bolígrafos, hasta que dispusiera que podría arriesgarme a sufrir, o disfrutar, las críticas ajenas. Tenía pensado, desde un principio, ofrecer a ojos extraños una parte ínfima de mi obra, lo escogido como lo mejor, porque si con ello triunfaba sobre la indiferencia, me atrevería, en el siguiente paso, a intentar publicar.
    Escribía y escribía y escribía.
   Me tentó el comprarme un ordenador o, en su defecto, una máquina tipográfica. No. Nada de eso. Meterme en gastos sin saber si la inversión iba a ser amortizada, era una locura. Sería mejor esperar. Con lapiceros de grafito y con estilográficas, o bien se me emborronaba lo escrito o bien me exigía una lentitud y preciosismo extremado. El bolígrafo de punta redonda me convenció, porque me daba el tiempo exacto para pensar un concepto o enunciado y plasmarlo inmediatamente antes de que éste fuera falseado por la perspectiva temporal.
   Sí, quizás ya lo había probado todo.

   

miércoles, 14 de agosto de 2013

El escondite de Dios


   En el año 1996 escribo la novela corta EL ESCONDITE DE DIOS, que también recibe buenas críticas de alguna que otra editorial y con la que me presento a algunos concursos literarios de ámbito nacional, a sabiendas del handicap que supone la temática y el estilo, englobados dentro de la minoritaria ciencia ficción. En el 97 me atrevo a concursar en el internacionalmente reconocido Premio UPC de Ciencia Ficción con la misma. Fechas que sólo sirven para marcar una trayectoria que ¡por fin! muestra un camino abierto en el año 1999 con la propuesta de Juan José Aroz para que participe en la selección de la Antología Anual de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción que publica la Asociación Española de Fantasía y Ciencia Ficción (AEFCF), y lo hago con un único cuento, escrito ex profeso, LO EXTRA DE LO INTRA. Escribo SEMPITERNO, también novela corta, y variación argumental de El escondite de Dios, y participo con ella en el Premio UPC de ese año.

   Con Sempiterno no logro mi objetivo, y no me extraña, porque al cabo del tiempo, en el año 2002, y tras revisarlo y revisarlo, cambiándolo continuamente, sin nunca quedarme contento, asumo una última y definitiva versión, a la que le cambio el título, pasando a llamarse SACRO Y CRASO, y lo publico, junto con otra de mis novelas cortas, Luztragaluz, en la editorial Visionnet con el título genérico (mira tú por dónde) Sempiterno (Dos historias, dos mutaciones, dos claves).

   Pues bien, aunque de esta publicación no llegué a ver nunca ningún beneficio económico, me valió para conseguir el carné de una biblioteca, la Biblioteca Nacional de España (Madrid) donde tuve que entregar, dos ejemplares de Sempiterno para poder conseguir dicha acreditación y poder acceder a sus instalaciones.

   El motivo de conseguir documentarme en la Biblioteca Nacional es que sabía que allí conseguiría consultar libros inalcanzables para el lector medio, pues quería empezar la confección de una historia que se saliera de los patrones estilísticos que había practicado hasta el momento, o sea, que quería escribir una novela que no estuviera clasificada dentro del género de la Ciencia Ficción.

   Después de consultar infinidad de libros y de consultar sobre temática, glosario e historia relacionada con el tema que quería tratar en ese próximo reto literario, y cuando ya tenía escritos algunos trazos, y hasta párrafos enteros, de la historia, descubro que un tal Juan Miguel Aguilera ha publicado (esto ya en el año 2004) una novela titulada Rihla y se me cae el alma (si tuviera) a los pies, por lo que llegó la depresión creativa y la subsiguiente paralización de mi proyecto.

   No voy a decir que Juan Miguel Aguilera plagió mi idea porque no es cierto, ya que no creo que sepa, ni siquiera, que existo, pero la idea argumental se parecía tanto a la que yo había fraguado durante años que, aún hoy, no le veo mucho sentido desarrollar la historia que tenía en mente.

   Pero bueno, van pasando los años y sigo escribiendo, y revisando mis antiguos apuntes, me decido hoy a juntar los destinos de Sacro y Craso y de mi novela no comenzada, pudiendo extraer dos relatos independientes que ahora publico ahora en éste mi blog.

   La novela corta Sacro y Craso es infumable, insoportable, pesada y rimbombante, y aunque no me arrepiento de haberla escrito, sí me arrepiento un poco de que esté publicada, cuando puedo asegurar que es un fruto de mi inmadurez literaria. Pero, aún así, tiene fragmentos que me gustan y que pueden ser utilizados en (quizás) otra novela futura. Uno de esos fragmentos lo he editado y os lo presento hoy bajo el título LA SEGUNDA VENIDA.

   De la novela nunca desarrollada conservo trazos y párrafos trabajados, y uno de ellos os lo presento hoy como relato con el título INFIELES.

   Cuando los leáis, notaréis que tienen un trasfondo religioso, cuando yo no practico ninguna religión. Y me atrae la curiosidad de verlos juntos después de tantos años, cuando en algún momento se tocaron en la senda de los destinos, pero, sobre todo, cuando los géneros, dentro de los que se engloban, son bien distintos.

INFIELES

   Había escuchado rumores sobre los planes exploratorios de los infieles. No daba demasiado crédito a esos afanes. Sabía del retraso en las artes navegadoras y en los incentivos que los grandes de la zona cristiana imbuían en sus súbditos para animarlos a que descubrieran nuevas tierras para ellos: La ambición material. Todos serían ricos, y se alimentaría esa riqueza mutua arrancando tesoros a los salvajes de esas tierras. Sin embargo, él y los que, como él, adoraban el nombre de Alá, buscaban otro tipo de riquezas bien distintas: Las que el raciocinio surtía con el tratamiento del conocimiento, en la vorágine de la sabiduría.


LA SEGUNDA VENIDA

   Samwel Aesequial le cacheteaba y el no volvía en sí. Cuando cayó desmayado, temió el peligro, y cargó el cuerpo a sus espaldas. Hasta que acudiera en su auxilio el androide demandado; entonces, lo transportarían sus incansables brazos. Y fue tendido,  cuando, de pronto, empezó a recuperar las consciencia.
   -Samwel, álzate y ayúdame a incorporarme.
   Así se hizo, y se midieron ambos por el mismo rasero de sus ojos. Ojos límpidos, que fulguraban con un nuevo brillo.
   La candidez especulaba con la humildad y Aesequial no pudo resistirla en aquella intensidad. Volvió a la genuflexión, y, mientras hablaba, no osó retornar a aquellos ojos.
   - Mis androides serán tus apóstoles, con los que resurgirá un nuevo amanecer, para los que se hallan en la oscuridad.
   -¡Samwel! ¿Y si no quiero ser parte de esto?
   Procurando que no se notara su sarcasmo, Samwel Aesequial dejó escapar una risita de complacencia.
   -Te pido que llegues, por Ti mismo, al conocimiento. Quien tuvo yerro una vez, puede tenerlo dos veces, ¡y más! si busca la perfección. ¡Maestro! ¡Sólo por ello resucitaste!
........................................................................

   Y dijeron que volvió El Cristo, tal como se le oyó predecir en el confín de los tiempos.
   Y dijeron que tentó, que rescató, que encamino, que alumbró, que emocionó, que desligó, que alió, que axiomatizó, que cismó, que curó, que escarnió, que perdonó, que perdonó, que perdonó...
   Mas sigue entre nosotros, sirviéndose de los inmortales para atraer a los mortales y darles el edén prometido.

   La Bigalaxia es testigo de lo narrado. La Bigalaxia, corpúsculo en el Universo, simiente del poder.




lunes, 12 de agosto de 2013

Cerebro



    Cerebro no es igual a mente. Estoy convencido. Yo tenía cerebro y casi lo destruyo para alimentar mi mente. Caí en las drogas porque lo natural no me satisfacía en lo más mínimo.
   Si la persona que tenía conmigo me dejaba helado, quizás su paupérrima naturaleza se viera engrandecida con una ayuda de filtros artificiales que actuaran como lentes convergentes. Y el efecto traicionó mis expectativas: El objetivo quedaba a un lado y me dejaba absorber por los caminos secundarios de aquella senda de destrucción.
   Debo agradecer a tu dios, si es que existe, que me retirara a tiempo de aquel callejón sin retorno. Acción y reacción disgregaron los efectos malignos de los estupefacientes ingeridos. Acción directa de desviar toda mi atención e intención en mi eterna búsqueda de la perpetua perfección.
   E hice saltar la alarma. De sonido inexistente y, por su insonoridad, más audible. La locura continua, sin límite, fagocitaba mis neuronas, ya no tenía una perspectiva pura de lo que me rodeaba, ni de las cosas ni de las personas. Emergí en un mar de odio hacia los demás, un odio irracional hacia los recuerdos protegidos en la burbuja de la intocabilidad, hacia mi instrucción del devenir trascendente de las cosas, hacia lo poco que había recaudado de la sabiduría escasa y valiosa, como los hilos de azafrán, de mis prójimos. Sentí que me desgajaba como una naranja ácida y rebelde en su amargura. Y el viento me sopló la memoria.
   Perdí mi propia percepción de mí mismo, y eso era ya demasiado, insultantemente grave.
   Mi cerebro intervino como salvador de lo que contenía, como una madre que protege a sus crías, a sus cachorros por los que luchará hasta la muerte. Mi cerebro, desmembrado, no reconocía a sus propios integrantes; sus neuronas bailaban en la oscuridad, su materia gris se
recalentaba y fundía en una cascada de lava incontrolable. Y acudió a sus reservas de lucidez. Su as en la manga: Me ordenó dormir, dormir hasta nuevo aviso. Desconexión ¡ya! Modo inoperante. El vegetal debía guarecerse de las lluvias demasiado intensas, antes que se transformaran en avasallador granizo.
   Padre, madre, morí una vez, y creo que decidí no volver a hacerlo más hasta que fuera mi auténtica hora, la definitiva.
   El hospital me enseñó a engarzar mis eslabones mentales. Muy, muy len-ta-men-te. Tanta languidez parecía anulación. Hasta que un día, el modus operandi entonó la situación en espera como algo superado. Y reviví. Como esos mesías resucitados en una segunda oportunidad.    
   Y si pierdo esa segunda oportunidad sabré que los pasos deben ser siempre hacia adelante, sin mirar atrás, sin dejar huellas en una vida a mis espaldas. Siempre hacia adelante.
   ¡Mesías malcarados!

   
                                        

La palabra perfecta

   Recuerdo aquel personaje de aquella novela en que el sufrimiento por no encontrar la palabra perfecta para comenzar una historia escrita le llevaba a la desesperación. Lo recuerdo porque, a veces, le envidio. Como envidio, sanamente, a los que pintan, a los que componen música, a los que, en definitiva, logran crear belleza.
   Como aquel personaje de aquella novela, sufro a veces por no encontrar la palabra correcta para comenzar una historia escrita. Por la mente desfilan cien mil que no encajan en los sentimientos que desfilan en mi corazón. Y a veces abandono el intento de crear algo por no luchar, por no aceptar sufrir.
   Sé que no soy un buen escritor. Es más, creo que ni siquiera puedo considerarme como tal. Soy un pobre desgraciado que intenta plasmar ideas en un papel antes de que éstas se olviden.
   Tengo tantas ganas de comenzar a escribir algo verdaderamente sincero. Sincero conmigo mismo, sobre todo. Porque si me traiciono a mí mismo, ¿qué soy?
   Algún día lo lograré. Encontrar la palabra perfecta. El sentimiento y pensamientos perfectos ya existen pero transmitirlos ¡es tan difícil!
   Dijo un gran filósofo lo de sólo sé que no sé nada. Yo, además de no saber nada, ni esa ignorancia sé expresarla.
   Pobre de mí que tengo tanto que decir y no sé hacerlo.
   Cuando leo historias escritas por otros, me encuentro conmovido por su facilidad para hacerme sentir vivo, para transformarme en otras personas por algunos instantes, por llevarme a sitios que nunca visité ni visitaré, por transportarme a otros tiempos que siempre quise experimentar. Es maravilloso crear. Lo digo ahora y lo diré siempre.
   Es estupendo encontrar la palabra perfecta. La tengo en la punta de mi pluma. A punto de salir. El rompecabezas de mis sentidos se compromete a forzar la situación.
   La palabra perfecta es…
    ¡Maldita sea! Ha vuelto a escapar.
   Volveré  sentirme inservible. Volveré a sentirme incapaz de hacer ver a los demás que puedo ayudarles.
   Pero, en definitiva, soy lo que soy, y ya escribiendo esto hago un esfuerzo por definirme.
   Sé,  en el fondo de mi ser,  que la única palabra perfecta es… AMOR. No hace falta que ni la escriba. Basta con que la transmita.
   Recuerdo,  entonces, a aquel personaje de aquella novela que también supo, a tiempo, que AMOR era su palabra buscada.
   Y quizás no le envidie tanto.