Acomodé todo mi
peso en mi glúteo derecho mientras me asomaba por la ventanilla para vomitar
parte del almuerzo repugnante de la hamburguesería de carretera. El aire fresco
de aquellos instantes era el único atisbo de libertad que me permitía mi
acompañante mientras era vigilada férreamente por sus ojos de culo de botella,
a la vez que los entornaba para mirar la carretera que tenía delante.
Me limpié la
última salivilla con la manga y su mano derecha tiró del cinturón, donde me
tenía agarrada, como apoyando solidariamente el trabajo que ya hacía la cadena
con la que estrangulaba mi cintura.
No hablábamos,
pues su chirriante voz ya me había amenazado suficientes veces, y especulaba,
de vez en cuando, en voz alta, sobre los kilómetros que faltaban para llegar a nuestro
destino.
Lo que me
esperaba allí estaba reservado a su depravada imaginación, pues cuando, dos días
y medio antes, me despertó en la cabina del convoy, para amenazarme con no
volver a ver más a mi madre, de la que me había separado con argucias de charlatán
embaucador antes de apagar su conocimiento y sentido, me relató que nos
dirigíamos a un paraíso de quietud, donde él podría obrar a su antojo y yo
gritar con incontinencia.
Desde su primera
amenaza, yo no abrí la boca, por lo que me resultaba fascinante que, en su
soliloquio, se refiriera a mi voz como propia de un ángel, cuando, creía yo, no
había tenido tiempo de escucharla.
Su interés
sexual por mí no se hizo patente hasta que cayó la noche del tercer día de
carretera, pues, el muy bellaco, había aprovechado mi extremo cansancio para
repostar combustible y para levantarme la falda en la oscuridad de la noche.
Sus sucios dedos acariciando el cinturón de mi vestido y posándose en mi piel
tersa y seca.
El hambre me despertaba
de sus excursiones táctiles, pues el estómago se quejaba, y él, miope imberbe,
me partía, contra la guantera, unas cuantas nueces, que yo tragaba presurosa
ante su jolgorio insultante.
Me aguantaba las
ganas de orinar todo lo que podía, pues no quería que sus imaginaciones
calenturientas se hicieran realidad antes de tiempo, por lo que el remedio era
peor que la enfermedad, ya que se me acumulaban todas las indisposiciones
posibles y el olor, que a él no parecía importar, era ya nauseabundo.
Su remedio, ante
todo aquello, fue previsible. Por la mañana del cuarto día llegamos a su
refugio, y nada más desencadenarme y bajarme a trompicones, embebió en gasoil
los asientos y prendió fuego al que nos había llevado hasta allí.
Mientras mirábamos
como ardía la cabina, nos íbamos alejando hacia un pequeño estanque, donde,
para mi sorpresa, me obligó a bañarme y, según sus palabras, así librarme de
todo el bochorno que debía tener en mi conciencia.
No adiviné, tras
aquellos vidrios verdes y sucios, la expresión de sus ojos al verme desnuda,
pero que no se moviera un ápice mientras me contemplaba me dio pistas de su
naturaleza.
Cuando terminé
de ensuciar el agua de la orilla, le miré, sólo le miré, y a mi mirada inocente
y quejumbrosa, respondió con un tirón salvaje de la cadena, tan inesperado que
casi me quebró el espinazo. No le di el gusto de gritar, pero sí de llorar en
silencio.
Desnuda, pasé al
lado del calor del incendio, pues el camión no había explotado, imagino que
para no atraer oídos lejanos impertinentes. Él andaba, dándome la espalda, unos
siete pasos por delante de mí, llegando al porche de la cabaña y empujando
suavemente la puerta hacia dentro.
Me esperó bajo
el umbral de la entrada, recorriendo mi cuerpo con la mirada, y alcanzándome,
con la mano libre, una toalla gigantesca con la que envolví mis temblores
tiritantes.
Una vez en el
recibidor quedé impactada por lo que me anunciaban sus amarillos dientes
irregulares como su bienvenida al hogar, a su dulce, a nuestro dulce hogar.
Han pasado tres
años y soy medio feliz junto a él. Me equivoqué en sus pretensiones, pues jamás
ha tocado otra piel que no pertenezca a alguna zona inocente de mi cuerpo y
jamás me ha forzado a hacer nada que yo no quiera y que no se pueda hacer
dentro de los límites de este extraño enclaustramiento, y jamás me ha hecho
llorar salvo de soledad, cuando me abandona para buscar alimento o sostén
económico para mantener este paraíso privado.
Me permite
escribir esto, y me hace dudar de si me robó a
mi madre, viuda en aquel tiempo, o fue ella la que me dejó ir.
Cada vez me
repele menos pues, aunque no cuida su aspecto, se separa de mí cuando huele a
cerveza o a sudor de huerto.
Tengo ya quince
años y sigo siendo virginal y pura, excepto en mis pensamientos, cuando a veces
me clama el espíritu de venganza. Pero, pienso, no tengo aún fuerza física para
matarle y huir.
Dejaré que me
alimente con sus mimos y sufriré, silenciosa, mi soledad, y saciaré su
felicidad, la que fue a buscar aquella mañana de otoño, ya lejana, cuando se
acercó al centro comercial para conseguir una muñeca, que ahora agradece, en
sus rezos nocturnos, a Dios.
Yo también
agradeceré a Dios el día en que pueda romper en mil pedazos el tarro en que
guarda mi lengua en formol, porque, por lo menos, esa parte de mi cuerpo será
libre, y aunque no pueda recuperar las palabras que nunca he podido decirle, gritaré
mi alegría por el recuerdo que tengo de una vida lejos de estos prados, del
estanque maravilloso, de esta casa de ensueño.