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jueves, 27 de diciembre de 2012

FINES

-Tolerable, únicamente tolerable.
-Pero, señor, las condiciones de interacción probabilística han sido mejoradas en un noventa por ciento, sin tener en cuenta que todos los componentes activos de la reacción han sido totalmente regulados según las normas vigentes.
-Sigo diciendo que todo esto entra dentro del margen de tolerabilidad. En ningún momento he desechado la información dada por los informes pertinentes de las pruebas realizadas, pero aun así éstas no son totalmente perfectas.
-Me causa usted desasosiego. ¿Qué les voy a decir a los diseñadores, proyectistas y operadores del experimento?
-Sólo que cuentan con mi reservada felicitación y que continúen intentándolo. Según todas las reglas de la versatilidad humana, lo comprenderán… Cuando logren llegar a la perfección extrema, me rendiré a los pies de sus colaboradores y a los suyos propios, pero por ahora…
-No se puede mejorar más el rendimiento de mis hombres ni la capacidad de funcionamiento de los sistemas de proceso. Lo siento, debe aceptar las cosas como son.
-¡No, no y no! Si sigue en su actitud tenga por seguro que haré todo lo posible por convencer al Consejo de Seguridad del fracaso del proyecto.
-¡Maldita sea! ¿No ve que está errando en sus conclusiones? Es la opinión de cincuenta hombres contra la de uno.
-Sí, pero la de ese uno, un servidor, pesa más en esta sociedad que la de cincuenta mediocres esclavos del progreso. Lo siento. Otra vez será. Ya verá cómo logra superar resultados y dentro de poco nuestra nación tendrá, gracias a ustedes y a mí, la única arma bioquímica que consiga reducir al cien por cien la población civil y militar del enemigo. Ánimo, que todo llegará.
-Está bien, por esta vez claudico ante sus convicciones. Como usted pide, probaremos otra vez. Gracias por recibirme. No dude que ganaremos esta guerra fatal y el mundo será nuestro. Le saludo, mi general.





domingo, 23 de diciembre de 2012

Segunda oportunidad (Cuento íntegro)


I.

   La soledad invadía, de inmediato, la nueva vida, la que se inauguraba al abrir los ojos. Y en la oscuridad de la habitación, enfundado en las mantas de basta textura y agradecido por su calor protector, los pensamientos deambulaban desde los actos cometidos el día anterior hasta los proyectos que, dentro de la rutina conocida, anunciaban al cauteloso el nuevo día.
   El pesimismo crónico le soplaba al oído que aquel era un día inmerecido. Que algo, con toda seguridad, saldría mal y torcería el curso de la batalla. La que libraba con sus semejantes, aguantando sus monsergas sobre lo especial de su personalidad, de su aspecto, de sus acciones.
   Al recordar su nombre, Salvador, decidió que no esperaría a que sonara el despertador para echar a un lado las apestosas sábanas y posar sobre el gélido suelo sus pies planos.
   El cazo descascarillado, ése que siempre iba a cambiar al día siguiente, la nata pegada requemada en sus bordes y el aroma a leche rancia, mezclada con el cacao insulso, le situaban en la dura realidad. Y los restos duros de pan mojados en el tazón le imbuían de la fuerza necesaria para enfrentarse a la nueva jornada.
   Debía ir a trabajar. Desde que murieron sus padres no tuvo más remedio que tragarse algunos miedos y enfrentarse a la jauría.
   Hacía tiempo que se dio cuenta que el Nuevo Orden exaltaba, hasta cotas insuperables, el Egoísmo, el extraído de una variedad infinita, de tantos como seres humanos había, amalgamando a todos y haciéndose único. Ignorar, empujar, pisar, trepar.
   Pensaba que, en el fondo, la suerte sí le había acompañado en algún tramo de su existencia. Como cuando consiguió su último nuevo trabajo. Una de esas vacantes eternas por las que pasan innumerables candidatos que nunca cuajan. Aceptó lo que nadie quería. Ser un burócrata que se dedicaba a rellenar parsimoniosamente ficha tras ficha de referencias, para que alguien que estaba por encima de él se llevara todos los méritos.
   Y aquella mañana era tan importante como la de hacía un mes, pues hoy se cobraba. No era para echar campanas al vuelo, pero con ese mínimo sueldo sobrevivía, sin permitirse lujos ni derroches, algo que para sus humildes pretensiones no era un gran sacrificio. Que otros se dieran el gusto de comer alguna vez fuera de casa, de presenciar algún espectáculo o de comprarse el último artículo de moda, no despertaba en él envidias ni recelos.
   Su profundo desánimo era más complejo, inconscientemente sofisticado: Había perdido las esperanzas de recuperación del espíritu humano primigenio. El que estuvo alejado de las guerras, de los abusos cometidos contra la Naturaleza, de la falta de convivencia entre credos y razas, de la adoración al prepotente tótem del dinero, de las trampas económicas y sociales que estaban decapitando a toda una especie, de los liderazgos efímeros y nocivos.

II.

   Nadie le miraba de frente, a los ojos, para encontrar el reflejo de su individualidad, ya vacía.
   Salvador no podía practicar con los demás la sugerencia de su nombre. Ya estaban todos perdidos. Y nadie pedía ser rescatado.
   Pero el hombre espantado clamaba por ser encontrado por alguna alma frágil como la suya. Ansiaba ser amado, en lo velado de su mente, en la negrura inverosímil de su memoria.
   Creía ser el único, el que supervivía después de la catástrofe de la irracionalidad ajena. Por ello se estaba desmadejando internamente, por no saber a dónde asirse para rescatar la cordura. Veía que los demás vivían en sus islas de ignorancia, y él, espantado, de nuevo siempre espantado, arañaba en esos demás un pelín de caridad, que nunca llegaba.
   Cuando aquella mañana, tras arrancarse con las uñas las costras legañosas, separó los visillos de la ventana de su apartamento para saborear visualmente el cielo de celeste pureza sin nubes que lo mancharan, no podía imaginar que aquello era lo único asimilable que iba a encontrar de ahí en adelante.
   Después de cambiarse la camisa, manchada con el cacao que siempre le chorreaba de la taza, se dirigió zigzagueante,  como si fuera un chiquillo con su juego imaginado de aeroplano borracho en las alturas, a su lugar de trabajo y se preguntó el porqué de la vaciedad, de lo desértico de las calles, del silencio aturdidor y extraño del ambiente.
   Quizá había madrugado demasiado y los durmientes estaban a punto de dar vida, con sus bostezos, a la ciudad. El reloj decía que era la hora exacta para el cotidiano murmullo de lo urbano. Ni risas, ni quejas, ni silbidos de hombres ni de máquinas, ni cláxones que le hicieran detestar a los productores y productos de lo industrial. Todo atipicidad.
   O aún no se había despertado y aún estaba abrazado a la almohada ceñido por el confortable calor de las mantas y aquello era un sueño que asomaba de un recuerdo apocalíptico.
   Pero había buses estancados en la avenida, taxis con las puertas abiertas, como si estuvieran a punto de recibir a un pasajero imaginario, y algunos comercios tenían levantados sus enrejados anticacos para recibir a los compradores de madrugadoras necesidades básicas.
   Y la gente sin aparecer.
  Le faltaban tres manzanas para llegar a su destino, y al doblar las esquinas, las bocacalles llenas de desperdicios orgánicos y reciclables aparecían húmedas, como si recién acabaran de ser rociadas por los aspersores municipales. Sin embargo, la avenida principal, por la que discurrían sus pensamientos más pesimistas, estaba completamente seca.
   Y los animales…
   Ni ladridos de perros abandonados, ni ladridos de perros encadenados por sus incívicos amos, ni caca que saltar para pisar la siguiente. Y los pájaros, mudos, ni trinos ni gorjeos audibles. Ni palomas, portadoras del ácido corrosivo, devastador de prominentes cabezas líticas de glorias pretéritas.
   O estaba solo o alguna telenovela o partido de fútbol estaba infectando de nuevo las mentes de sus conciudadanos. Pero pensándolo bien, ¿a aquellas horas? Sea como fuere, él era inmune y por eso estaba allí, disfrutando de los primeros reflejos del dios Sol en los escaparates repletos de provocadores maniquíes.
   Sí, estaba casi seguro, era un sueño, del que no quería despertar porque cumplía todos los deseos que tenía en vigilia, y seguro también que estaba a punto de aparecer el personaje femenino, con grandes pechos, de lubricantes curvas, en alguna pose antinatural que con algún guiño vicioso le arrastrase a una espiral de placer infinito, y él mandaría perversiones cuando mirara directamente a los ojos de la hembra que le sugeriría el pecaminoso preámbulo del cortejo, produciéndole la irremediable y embarazosa polución que se uniría a otras para acartonar su cómplice sábana.
   -No sueñas, seas quien seas.

III.    

   Allí estaba ella. El blanco ceñía la piel y ésta los huesos, dibujando curvas, esculpiendo volúmenes libidinosos. Y era tan real como el silencio que los envolvía.
   Salvador gritó, maltratado por el súbito discurrir de su animalidad. Tan brusco como encantador.
   -¿Quién eres? ¿Sabes qué ha ocurrido con los demás?
   -El mundo es una desesperanza casual que justifica nuestros actos. Sólo sé que estoy harta de ser una víctima, con sensaciones extremas añadidas a un juego que no deja vislumbrar el gancho de la discordia. Sin dar paso a las dudas. Armando festines, luchando por ellos, perdiendo en las distancias. Amarrando el paso sin atender a generosos cantos de sirenas. Maltratada por la fanfarria de la preñez injusta.
   -¿Qué mierda…?
   -Flaquea el pasado cuando lo manejas a tu antojo para justificar el presente.
   -¿Qué estás diciendo? ¿Qué estás haciendo? Te has plantado ahí en medio, sin dejar que llegue a mi destino, y yo sólo quería que me contestaras a una pregunta. Tan sencillo como eso. No comprendo por qué estamos solos en la ciudad y creía que tú…
   -Perpetro victorias inscritas en la memoria de las historias banales. Como la tuya. Y que conste que no me dejas hacer mi trabajo.
   Si estaba soñando aquello, querría despertar, ya que lo lúdico se había convertido en incordiante pesadilla.
   -¡Oye! ¡Concéntrate! ¿Fragancias que invaden tu pituitaria?
   Cómo no había caído en eso. Se había fijado en visiones y sonidos. ¿Y el olor? ¿Y el tacto? Era cierto que el pan remojado no había sabido a nada. Había creído que estaba tan insulso como su vida. Y había masticado y tragado mecánicamente, sin sentirlo, creyendo estar bajo los efectos del despertar reciente.
   Si la cara es el espejo del alma, no sabía la que puso él ante el vértigo de estas disquisiciones, pero la otra adivinó la lucha interna.
   -No creas. Yo tardé también un poquillo en darme cuenta de lo evidente.
   Lo evidente. Qué era, para ella, lo evidente.
   Y se avergonzó cuando asomó el machista al sentenciar que hablaba demasiado, como todas las mujeres.
   No sabía cómo, pero la señorita debió de adivinar otra vez sus pensamientos, pues pareció sentirse insultada y le respondió con una furibunda mirada.
   Mientras, los demás seguían sin aparecer y quiso saber cómo estaba a las puertas de su empresa sin haberse desplazado voluntariamente. Quizá se había distraído hablando con esa pelmaza.
   Pasaría a través de la puerta giratoria y dejaría atrás el terror que sentía en aquellos momentos por la miseria ajena.
   -Atraviesa el umbral. Hazlo ya.
   Miró hacia atrás y no la vio siguiéndole los pasos. Se había esfumado. Por fin. El encuentro con esa chica respaldaba uno de sus axiomas vitales: Nunca te fíes de las apariencias. Una mujer tan bonita, tan atractiva, pero tan pesada.
   -Gracias por lo de atractiva, pero tus pensamientos lujuriosos no podrías llevarlos a  la práctica.
   La voz había sido escuchada dentro de su cabeza. Cómo era posible. Debían de ser imaginaciones, estériles imaginaciones. Empujó la puerta y la rotación fue más lenta que la que recordaba como normal del día anterior. Y cuando pensó en acercarse al puesto de control, percibió instantáneamente que haberlo hecho era un sin sentido pues ya estaba ante la ventana de la garita.
   -¿No ves que sigue sin haber nadie? ¿Qué tú y yo estamos solos en este otro mundo?
   ¿Otra vez ella? Si empezaba a fraguar la idea de la irracionalidad, estaría terminado, hundido. Las verdades siempre duelen, y ésta, temía, le laceraría el alma.
   -Nunca hubieras podido elegir la palabra más adecuada, porque justo eso, el alma, es lo único que te queda, lo único que te puede doler.
   -Pero no puede ser cierto. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Así, ¡chas!? ¿De la noche a la mañana? ¿En un abrir y cerrar de ojos? ¿Cómo? ¿Cómo? ¡¿Cómo?!
   La luz del hall estaba eclipsándose con el manto voluble de lo eterno.
   La mujer, con una sonrisa misericorde, iba añadiendo certidumbre a sus sospechas, y la confianza en las verdades que estaba a punto de verter en su conciencia borró, de sopetón, el ánimo que tuvo en un principio de soliviantarse por todo lo que ella dijera.
   -Sí hay más como tú. Personas que no cometieron la injusticia de verse tragadas por el sistema de vida que otros crearon y que, a su manera, confiaban aún en la pureza del espíritu humano primigenio. Los demás. Es rechazo y te ha salvado de verte infectado por su envilecimiento.
   Mastodónticos milagros en que jamases mezclábanse con quizás.
   Aunque la miraba directamente a los ojos, lo que le había producido algo parecido a un escalofrío, pues ya no recordaba el momento en que dejó de hacerlo con los demás, no había podido evitar mirar de reojo hacia los amplios ventanales que le separaban del exterior, aún vacío, y percatarse que las siluetas de los edificios se iban quebrando, el negro de las calzadas se iba opacando y los colores de lo inerte, que aún seguía existiendo, se iban enmoheciendo, desintegrándose y derivando hacia un blanco que lo iba abarcando todo.
   -Te has aislado tanto que no has sabido de los derroteros por los que ha ido tu especie, y alrededor de ti, y de esos que te hablo, se ha ido confabulando el horror más absoluto, la degeneración más extrema, el apocalipsis más vertiginoso. Y un escudo integral e individual ha repelido el embate provocado por la deflagración exterminadora.
   Si él no sentía el mundo físico, si sus pensamientos concordaban con actos instantáneos, y si el blanco cegador provocaba luz cegadora cuando se imbricaba con las tinieblas que envolvía la figura de su guía y, por deducción lógica, la suya propia, era que algo había fallado y tampoco se había salvado y aquello era la antesala del infinito eterno.
   -Salvador, esta es la primera criba. Son los demás los que no tendrán la segunda oportunidad que tú has anhelado para ellos…
   Su sentido de la visión era inútil pues ya estaba en el aire la voz, que también escuchaba dentro de sí, sin adivinar por qué medio se propagaban las frases conciliadoras, a través de la luz absoluta.
   -…Y los que habéis superado el escalafón de lo material seréis absorbidos para volver a imaginar un mundo nuevo, acorde con el sentir puro de los puros.
   Y así, saludando al nuevo sol, refería disciplinado, vaciándolo de palabras, su destino.
   Con toda autoridad.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Asesinato


   De noche, en un parque artificial de una ciudad cualquiera de Gea Terra Gaia, dos seres pensantes estaban sentados sobre un bancomóvil. Existía conversación.
   -La vida seguirá igual de todas maneras. No debes temer nada. Tienes que hacerlo.
   -¡Ya lo sé, ya lo sé! con desesperación, el segundo participante en este diálogo tenía su cara entre ambas manos-. Necesitaba quitarme estas dudas de encima. Creo que ahora estoy más tranquilo.
   -Todo irá sobre ruedas. ¿Tienes bien estudiado el plan?
   -De cabo a rabo. No puedo... no quiero fallar.
   -Bien, será mejor que nos separemos ya. Por si acaso. Ya sabes.
   El primer interlocutor se levantó y se ajustó el traje de conservación molecular. Inmediatamente después, se elevó sobre el suelo y con un ademán de querer alcanzar la Luna, salió despedido al éter dirigiéndose autónomamente mediante movimientos reguladores de rumbo.
   El hombre que continuaba sentado veía como el que había estado a su lado, se transformaba en un punto casi indistinguible en la oscuridad de la noche. Una vez en la soledad, se dedicó exclusivamente a pensar. A pensar en los acontecimientos que se aproximaban.
  “Es necesario que todo salga a la perfección. He de matarle, he de matarle, ¡He de matarle!”

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   Los niños presentían con sus siete sentidos lo que estaba a punto de ocurrir. Era una pena que a medida que iban madurando en edad biológica y cognoscitiva, la mitad de las sensaciones se fueran nublando. Por eso se aprovechaba esta ventaja infantil al máximo en todas las variedades del saber. Se daba por cierto que los hogares con niños eran pequeños mundos con suerte.
   El desintegrador de residuos funcionaba a la perfección. Anushka lo manejaba con destreza. Era una cuestión de familiaridad con las nuevas tecnologías, que dejaban paso continuamente a nuevos métodos de aprovechamiento al límite de lo que la Naturaleza ofrecía al hombre. El viejo axioma de que la materia ni se crea ni se destruye había dado lugar a que surgiera alguien que lo desmintiera.
   Tras terminar con sus tareas domésticas, se dirigió al cuarto de su hijo. Y creyó que ocurría lo peor. El niño, aunque continuaba con los ojos cerrados, tenía el cuerpo encharcado en sudor y los oídos sangrantes. Intentó despertarle pero no lo logró. No tuvo más remedio que acercar el captador de anomalías fisiológicas a la frente del niño. Respiró con satisfacción. No estaba enfermo. No sufría ataque alguno. Era la tarifa que tenía que pagar por sus dones de clarividencia.
   Esperó a que remitiera la sangración y que se empapara de sudor el paño que iba aplicando sobre el cuerpo menudo de Insavik. Después, tocó su hombro y los párpados recogidos mostraron dos globos oculares manchados de un azul de cielo. Y como si ese cielo contuviera una tormenta de verano, dos regueros de lágrimas se dejaron caer por la inocente carita.
   Anushka Sheo preguntó. Insavik respondió. Anushka Sheo no quiso escuchar.

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   Martin Sheo se disponía a aparcar su coche en el garaje  particular de la módulo-residencia. Abrió el contacto de ignición y las ínfimas explosiones nucleares que movían el vehículo empezaron a reducirse paulatinamente hasta hacerse nulas. Dirigió el telemando eléctrico hacia el magneto de la plaza de estacionamiento y se produjo la atracción acompañada del deslizamiento sobre el pulimentado piso, yendo a parar frente a un digitocartel que señalaba el ensamblaje perfecto y la identificación del ocupante del automóvil.
   Sheo no tenía más que bajarse del mismo e introducir su tarjeta de claves en una ranura del digitocartel para accionar el seguro antirrobo. Recogió el portadocumentos que estaba sobre el asiento trasero. Los alumbradores del recinto se apagaron de pronto y un haz de energía dirigido surcó, durante milisegundos, el espacio que había entre la puerta de salida y Martin Sheo.
   Los dos minutos siguientes estuvieron llenos de silencio. La llegada de otro automóvil accionó de nuevo la claridad.
   Lo que antes fue un alto consejero, ahora no era más que un muñeco de carne sin vida.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Colaboraciones


   En el año 2000, mi buen amigo el periodista brasileño Pablo Villarrubia Mauso, publicó el libro Un viaje mágico por los misterios de América, en la Editorial EDAF, dentro de la Colección Mundo Mágico y Heterodoxo, con prólogo de Alberto Vázquez-Figueroa.


   Para el capítulo VIII titulado Bolivia: Tiahuanaco, la cuna de los dioses, me pidió colaborar aportando algunas fotografías del lugar enigmático sobre el que quería escribir, a lo que accedí encantado. También me propuso algo que no me había propuesto nunca ningún periodista o escritor: Entrevistarme. Y éste es el resultado. 

   «Allí, en el altiplano boliviano, a 4.000 metros de altitud sobre el nivel del mar, el azul del cielo es irrepetible. El contraste con el verde de las montañas, insuperable. Y el enigma de los grises de Puma Punku, que ha sido, es y será eterno. Fue este lugar, a poco menos de un kilómetro de Tiahuanaco, que me atrajo irresistiblemente», me decía Jesús Fernández de Zayas, un joven entusiasta de los misterios de las antiguas civilizaciones.




   Jesús había participado de un viaje a Bolivia con Javier Sierra y Vicente París en marzo de 1994. «Más del 60 por ciento de las ruinas yacen aún sepultadas por la tierra. En Bolivia no hay dinero para excavaciones. Algunos arqueólogos sirven de guías turísticos y piden algunos dólares a cambio y venden una que otra artesanía o pedacitos de piedras», me comentaba con pesar durante una visita que me hizo en Madrid.
   «Allí existen bloques de andesita gigantescos, algunos con más de 150 toneladas de peso. ¿Qué explicaciones dan los arqueólogos para su forma de transporte?», le pregunté.
   «Se ha dicho que podría ser en barcas o balsas de totora desde no se sabe qué canteras, pues las moles no provienen de las montañas circundantes. Según otros, el transporte sólo se invertía en traer la materia prima en pequeñas cantidades y luego ésta se amasaba con fluidos milagrosos conocidos únicamente por los técnicos-sacerdotes moldeando las formas. Éstas, más tarde, se unirían para la construcción gracias a un pegamento especial desconocido en la actualidad, o con grapas de cobre arsenical extraídas en las últimas excavaciones, y de las que quedan huellas perennes en algunas piezas de este gigantesco rompecabezas», seguía desgranando misterios mi amigo.

   Pero hay muchos más misterios en Puma Punku. Se han detectado anomalías magnéticas localizadas en un mismo bloque cuando el N de una brújula se deja desorientar con el desplazamiento centimétrico encima del mismo. Allí también se han encontrado los canales de drenaje con los que eran capaces de transportar agua desde una distancia de 10 kilómetros, mostrando así un avanzado sistema de organización social.
   «La miseria y el desconocimiento de los actuales habitantes de la zona donde se halla el pueblo de Tiahuanaco han hecho rapiña en Puma Punku para levantar viviendas y otros edificios. Para ello mezclan el presente con lo sagrado del pasado, y es seguro que osan tener los pretendidos sabios contemporáneos esté perdida en los cimientos de otros lugares sagrados de espíritu diametralmente opuesto al de los moradores del Tiahuanaco Antiguo», se lamentaba  Jesús.

© 2000. Pablo Villarrubia Mauso
© 2000. Editorial EDAF, S. A. 
© Fotografías: Jesús Fernández de Zayas